miércoles, 29 de marzo de 2017

GI



A mí no me importaba que dijera que hablaba con ángeles, ni tampoco que cuando le agarraban ataques de pánico, se volviera chiquita chiquita, aunque ya había pasado la barrera de los 30. La quería porque era mi amiga.
Nuestra amistad nació en un seminario de literatura fantástica, ya habíamos cruzado algunas palabras antes, pero en ese lugar, hablamos más y ahí comenzó todo.
En ese momento de mi vida, yo estrenaba departamento, estaba sola después de un largo e interminable noviazgo y necesitaba reconectarme con las cosas que me apasionaban.
-Me encanta como escribís, cuando leías pensaba ¡Qué lindo sería ser tu amiga! Me dijo aquella tarde.
Y así fue, nos reuníamos una vez por semana, entre mate y mate leíamos lo que habíamos escrito y nos ayudábamos a avanzar en los textos pendientes. De esta manera,  fueron transcurriendo los meses y nuestro vínculo se hizo más fuerte. Una tarde de lluvia, me dijo:
-Estoy escribiendo una novela sobre el perdón.
-¡Qué bueno!-Le dije. Siempre me gustó el género realista.
-No es realista. Es de lo más fantástico que escribí. Tiene tanto simbolismo, que realmente a veces no puedo dormir, pensando en cómo expresar exactamente lo que quiero decir.
-Espero ser tu primera lectora, cuando la termines.
-Obvio pero para eso falta tanto,  que te voy a mandar un archivo con el primer capítulo.
-¿En qué te inspiraste? Me intriga descubrir cómo a cada uno de los que escribimos, nos dipara la imaginación, un detalle, un hecho, algo que guardamos en nuestra memoria. ¿No?
-Sí, por eso yo necesito escribir sobre el perdón. Los niños no deberían pasar por determinadas situaciones.
Al decir esto se ensombreció y, rápidamente me contó que las correcciones de la novela, las realizaría Javier, quien además de dar talleres literarios grupales, hacía el seguimiento de obras de autores inéditos.  Charlamos sobre lo generoso que era  Javier y sobre trivialidades que nos habían pasado en la semana. Al caer la tarde, nos despedimos.
Me quedé pensando en la respuesta que me dio, “Los niños” había dicho.
 Las semanas siguientes, llegaron cargadas de novedades. Giselle empezó a corregir su novela con Javier.
-¿Podés creer que estuvimos una hora desenmarañando un párrafo?
-Sí, te creo. Escribís con muchas metáforas, a tus personajes les pasan las cosas más delirantes, y eso me encanta. Lo  que no me imagino todavía, al menos con el primer capítulo que me mandaste, es por qué trata del perdón.
-Quizás, a medida que avance en la escritura  quede más claro, o sino, voy a tener que contarte  un capítulo de mi vida.
Le alcancé un mate  a modo de respuesta. Y aquella tarde, de a poco, abrió una puerta sobre  lo que le pasó,  más de 20 años atrás.
Me costaba imaginarla de niña, porque para mí, aún era una niña en el cuerpo de una mujer. Si la miraba a los ojos fijamente, podía advertir un océano de incertidumbre, de ansiedades conviviendo en un estado total de inocencia. Inmediatamente después de hablar un rato con ella, te dan  ganas de abrazarla-pensaba, mientras ella empezaba su relato.
“Cuando tenía 12 años mi mamá pasaba por una depresión, causada por una infidelidad de papá, que más que infidelidad era una doble vida, pero eso lo supimos mucho tiempo después.
Por aquellos años, no entendía el significado cabal de la palabra depresión. Eso lo aprendería ya en la facultad. Pero sí sabía lo que sentía al ver cada día a mi mamá acostada, cuando llegaba del colegio. La mirada perdida, la falta de interés en todo, salvo en el sonido de la llave que al atardecer, anunciaba que papá había llegado. En ese contexto, mis hermanos y yo, aprendimos rápidamente a ayudarnos entre nosotros: cocinábamos, hacíamos –medianamente bien la tarea- y mi hermana, que tan sólo era unos años mayor que yo, se ocupaba de que mi cabellera siempre luciera perfectamente peinada al momento de ir al colegio. No recuerdo para nada a papá en esa época.
Los fines de semana, nosotros agarrábamos nuestra bici y nos íbamos por ahí, a veces los tres juntos, a veces cada uno por su lado. Ese era el mejor plan, alejarnos de ese caos, de ese silencio, de esa pobreza espiritual.
Un día se me ocurrió ir por un camino que nunca había recorrido, me alejé tanto que por un momento me alegré de ser independiente; pero cuando me di cuenta que el barrio era demasiado diferente al  mío, quise volver, pero al hacerlo me crucé con un auto que iba muy despacito y se paró a preguntarme una calle. Yo obviamente no sabía la respuesta, pero me quedé pensando porque era una calle muy nombrada”.
Lo que siguió después me hizo entender todo, el relato se volvió oscuro, desgarrador, mi amiga abrió su alma como nunca antes lo había hecho con nadie. Me sentí bien de que me eligiera, me sentí bien de que su presente fuera tan distinto al de aquella nena que salía a andar en bici. Pasaron dos semanas sin vernos, pero nos mandamos mensajes, comprendí su actitud. Sólo me dijo que por fin se sentía libre, que nunca se hubiera imaginado el alivio que llegaba, al descargar toda esa porquería que le pesaba desde hacía tanto tiempo y conmigo. Nunca más volvimos a hablar del tema.

 Sus palabras me hicieron emocionar y hoy, dos años después de aquella charla, en la biblioteca en la que Gi presenta su novela sobre el perdón, siento que mi amiga ya no guarda un océano de ansiedades ni  secretos, pero sigue amando y recordando a aquella niña que fue.