A mí no me importaba que dijera que hablaba con ángeles, ni
tampoco que cuando le agarraban ataques de pánico, se volviera chiquita
chiquita, aunque ya había pasado la barrera de los 30. La quería porque era mi
amiga.
Nuestra amistad nació en un seminario de literatura
fantástica, ya habíamos cruzado algunas palabras antes, pero en ese lugar,
hablamos más y ahí comenzó todo.
En ese momento de mi vida, yo estrenaba departamento, estaba
sola después de un largo e interminable noviazgo y necesitaba reconectarme con
las cosas que me apasionaban.
-Me encanta como escribís, cuando leías pensaba ¡Qué lindo
sería ser tu amiga! Me dijo aquella tarde.
Y así fue, nos reuníamos una vez por semana, entre mate y
mate leíamos lo que habíamos escrito y nos ayudábamos a avanzar en los textos
pendientes. De esta manera, fueron
transcurriendo los meses y nuestro vínculo se hizo más fuerte. Una tarde de
lluvia, me dijo:
-Estoy escribiendo una novela sobre el perdón.
-¡Qué bueno!-Le dije. Siempre me gustó el género realista.
-No es realista. Es de lo más fantástico que escribí. Tiene
tanto simbolismo, que realmente a veces no puedo dormir, pensando en cómo
expresar exactamente lo que quiero decir.
-Espero ser tu primera lectora, cuando la termines.
-Obvio pero para eso falta tanto, que te voy a mandar un archivo con el primer
capítulo.
-¿En qué te inspiraste? Me intriga descubrir cómo a cada uno
de los que escribimos, nos dipara la imaginación, un detalle, un hecho, algo
que guardamos en nuestra memoria. ¿No?
-Sí, por eso yo necesito escribir sobre el perdón. Los niños
no deberían pasar por determinadas situaciones.
Al decir esto se ensombreció y, rápidamente me contó que las
correcciones de la novela, las realizaría Javier, quien además de dar talleres
literarios grupales, hacía el seguimiento de obras de autores inéditos. Charlamos sobre lo generoso que era Javier y sobre trivialidades que nos habían
pasado en la semana. Al caer la tarde, nos despedimos.
Me quedé pensando en la respuesta que me dio, “Los niños”
había dicho.
Las semanas
siguientes, llegaron cargadas de novedades. Giselle empezó a corregir su novela
con Javier.
-¿Podés creer que estuvimos una hora desenmarañando un
párrafo?
-Sí, te creo. Escribís con muchas metáforas, a tus
personajes les pasan las cosas más delirantes, y eso me encanta. Lo que no me imagino todavía, al menos con el
primer capítulo que me mandaste, es por qué trata del perdón.
-Quizás, a medida que avance en la escritura quede más claro, o sino, voy a tener que
contarte un capítulo de mi vida.
Le alcancé un mate a
modo de respuesta. Y aquella tarde, de a poco, abrió una puerta sobre lo que le pasó, más de 20 años atrás.
Me costaba imaginarla de niña, porque para mí, aún era una
niña en el cuerpo de una mujer. Si la miraba a los ojos fijamente, podía
advertir un océano de incertidumbre, de ansiedades conviviendo en un estado
total de inocencia. Inmediatamente después de hablar un rato con ella, te dan ganas de abrazarla-pensaba, mientras ella
empezaba su relato.
“Cuando tenía 12 años mi mamá pasaba por una depresión,
causada por una infidelidad de papá, que más que infidelidad era una doble
vida, pero eso lo supimos mucho tiempo después.
Por aquellos años, no entendía el significado cabal de la
palabra depresión. Eso lo aprendería ya en la facultad. Pero sí sabía lo que
sentía al ver cada día a mi mamá acostada, cuando llegaba del colegio. La
mirada perdida, la falta de interés en todo, salvo en el sonido de la llave que
al atardecer, anunciaba que papá había llegado. En ese contexto, mis hermanos y
yo, aprendimos rápidamente a ayudarnos entre nosotros: cocinábamos, hacíamos
–medianamente bien la tarea- y mi hermana, que tan sólo era unos años mayor que
yo, se ocupaba de que mi cabellera siempre luciera perfectamente peinada al
momento de ir al colegio. No recuerdo para nada a papá en esa época.
Los fines de semana, nosotros agarrábamos nuestra bici y nos
íbamos por ahí, a veces los tres juntos, a veces cada uno por su lado. Ese era
el mejor plan, alejarnos de ese caos, de ese silencio, de esa pobreza
espiritual.
Un día se me ocurrió ir por un camino que nunca había
recorrido, me alejé tanto que por un momento me alegré de ser independiente;
pero cuando me di cuenta que el barrio era demasiado diferente al mío, quise volver, pero al hacerlo me crucé
con un auto que iba muy despacito y se paró a preguntarme una calle. Yo obviamente
no sabía la respuesta, pero me quedé pensando porque era una calle muy
nombrada”.
Lo que siguió después me hizo entender todo, el relato se
volvió oscuro, desgarrador, mi amiga abrió su alma como nunca antes lo había
hecho con nadie. Me sentí bien de que me eligiera, me sentí bien de que su presente
fuera tan distinto al de aquella nena que salía a andar en bici. Pasaron dos
semanas sin vernos, pero nos mandamos mensajes, comprendí su actitud. Sólo me
dijo que por fin se sentía libre, que nunca se hubiera imaginado el alivio que
llegaba, al descargar toda esa porquería que le pesaba desde hacía tanto tiempo
y conmigo. Nunca más volvimos a hablar del tema.
Sus palabras me
hicieron emocionar y hoy, dos años después de aquella charla, en la biblioteca
en la que Gi presenta su novela sobre el perdón, siento que mi amiga ya no
guarda un océano de ansiedades ni
secretos, pero sigue amando y recordando a aquella niña que fue.