lunes, 13 de noviembre de 2017

CAPICUA

Cuando el almanaque se iba achicando y llegábamos al mes de diciembre, era la mejor época del año. En el colegio se iban cerrando las notas y las maestras planificaban, con el ánimo un poco alterado, el festival de fin de año.
Yo no tenía problema con las notas, daba vergüenza confesarlo, pero la verdad es que a mí me gustaba estudiar, nunca se lo dije a mis amigos, aunque ellos lo notaban. Era la preferida de la maestra de 4to, Ramonina. Siempre me elegía cuando en los actos, había que leer en voz alta.
Aquel fin de año, en casa, empezaron a pasar cosas raras: Mami cada vez que me veía, ponía esa sonrisa grandota y de mentira, yo me daba cuenta, pero no le decía nada, nunca, ni una pregunta. Papá empezó a llegar cada vez más tarde y a veces pasaba semanas enteras en lo de los abuelos Nélida y José, en Olavarría. Cuando me llamaba por teléfono, le temblaba un poco la voz.
En el colegio, Ramonina, que era una de las pocas maestras que no era monja, se estaba ocupando de la fiesta de fin de año.
Con Sandra, que no sé por qué vivía con sus abuelos, quizás porque sus papás nunca llegaban, ni para los cumpleaños, ni para las vacaciones, ni en las fiestas de fin de año, nos gustaba irnos a una placita medio solitaria. Era fácil arreglar: A sus abuelos Sandra les decía que se quedaba en casa a almorzar y a la tarde, a mí mamá yo le decía lo mismo, que me quedaba en lo de Sandra. Ni sus abuelos, ni mi mamá, se llamaban para ver si eso era mentira. Por supuesto que no lo podíamos hacer seguido, pero cuando sabíamos que al otro día iríamos a la placita, ya empezábamos a disfrutar de antemano.
Lo que más nos gustaba eran las hamacas, volábamos alto y sentíamos que el viento nos golpeaba la cara con fuerza. Nos comprábamos algo para comer en un kiosko a 7 cuadras de la plaza. No fuera cosa que el kiosquero, del kiosko que estaba justo enfrente del colegio, nos empezara a hacer preguntas y nos descubriera.
Con Sandra hablábamos de todo, a veces fantaseábamos con quien se casaría primero y cuántos hijos tendríamos y quién sabe, a lo mejor no nos íbamos del barrio y podíamos seguir disfrutando de “nuestro lugar”.
-¿Vos nunca fumaste?- me dijo una tarde Sandra, al tiempo que sacaba del bolsillo del guardapolvo un paquete de Marlboro. Ella sabía la respuesta, pero tenía esas cosas. Le gustaba ir siempre contra la corriente y un paso más adelante que todas,  en este caso, que yo.


Sandra  tenía la risa contagiosa y era generosa como pocas. No tenía problema en prestar lápices, hojas, figuritas, caramelos y todo aquello por lo que las bobas de nuestra misma edad, solían pelearse. Ëramos distintas, nuestra amistad no se podría explicar así nomás.
A Sandra le molestaba que le preguntaran por sus papás, aunque nadie parecía notarlo, yo me daba cuenta. Cuando los chicos insistían en y por qué esto y desde cuándo lo otro, a Sandra se le borraba la sonrisa de un plumazo y se volvía tan cerrada como la caparazón de las tortugas. Hasta las monjas hacían lo mismo, murmuraban cosas cuando ella pasaba y nosotras nos mirábamos y con eso bastaba.
Yo le contaba todo lo que pasaba en casa…ella me miraba como si tuviera 25 años y me decía que no tenga miedo, que todo iba a salir bien. Yo no le entendía ni jota y quería que me dijera algo más. Que para eso éramos tan amigas. Pero no, ella prefería hablar de otra cosa. De los chicos de 7mo, de cuándo sería nuestro próximo encuentro y a veces, nos poníamos a criticar a las monjas que más odiábamos, la hermana Dora, en primer lugar. Nos parecía que para vivir toda la vida con esa ropa, el pelo tapado y en un lugar lleno de mujeres, había que estar loca, loquísima.
Un día de diciembre, Sandra estuvo callada toda la mañana, en el recreo le pregunté que le pasaba. Me miró y me dijo seria: Nos mudamos el mes que viene. Me quedé sin saber que decirle. Y el primer pensamiento que tuve, fue:¿Y ahora yo que voy a hacer?
Los días siguientes fueron de preparativos, de armar cajas, de tirar cuadernos, regalar ropa, embalar cosas de cerámica. Yo decidí ayudarla en todo y hacer como ella, que disfrutaba  cada momento, cada risa, cada escapada a la plaza sin pensar en nada.
Pero los días se van rápido cuando uno la pasa bien y llegó lo que más tarde sería nuestra despedida, en la placita. Tratamos de hacer como si fuera un día más, pero teníamos una sensación extraña. No queríamos estar tristes, pero sabíamos que las cosas cambiarían, imaginábamos que bastante.
Ese día, fuimos a la plaza y nos pusimos a buscarle forma a las nubes y nos reímos de lo que veíamos y de la suerte que habíamos tenido en que nunca, nadie, en este tiempo, nos había descubierto.
Cuando la tarde iba terminando, sabíamos que era el momento de volver. Del bolsillo del guardapolvo, Sandra sacó una cartita  doblada y me la dio. Yo la leí con los ojos más enormes que nunca. Sandra fue clara. Y fiel a su personalidad, no usó la palabra despedida.  Pero ahí  estaba todo: lo que le preguntaban y ella nunca quería contar. Sentí lo mismo que se siente cuando te toca un boleto capicúa, que había sido elegida,



que me tocaba a mí ser la guardiana de su historia. Nos abrazamos fuerte e hicimos el camino de vuelta un poco pensativas, pero más unidas que nunca.
Supe en ese instante, que no importaba cómo, ni cuándo, nos volveríamos a ver.