Cuando el
almanaque se iba achicando y llegábamos al mes de diciembre, era la mejor época
del año. En el colegio se iban cerrando las notas y las maestras planificaban,
con el ánimo un poco alterado, el festival de fin de año.
Yo no tenía
problema con las notas, daba vergüenza confesarlo, pero la verdad es que a mí
me gustaba estudiar, nunca se lo dije a mis amigos, aunque ellos lo notaban.
Era la preferida de la maestra de 4to, Ramonina. Siempre me elegía cuando en
los actos, había que leer en voz alta.
Aquel fin de
año, en casa, empezaron a pasar cosas raras: Mami cada vez que me veía, ponía
esa sonrisa grandota y de mentira, yo me daba cuenta, pero no le decía nada,
nunca, ni una pregunta. Papá empezó a llegar cada vez más tarde y a veces
pasaba semanas enteras en lo de los abuelos Nélida y José, en Olavarría. Cuando
me llamaba por teléfono, le temblaba un poco la voz.
En el
colegio, Ramonina, que era una de las pocas maestras que no era monja, se
estaba ocupando de la fiesta de fin de año.
Con Sandra,
que no sé por qué vivía con sus abuelos, quizás porque sus papás nunca
llegaban, ni para los cumpleaños, ni para las vacaciones, ni en las fiestas de
fin de año, nos gustaba irnos a una placita medio solitaria. Era fácil
arreglar: A sus abuelos Sandra les decía que se quedaba en casa a almorzar y a
la tarde, a mí mamá yo le decía lo mismo, que me quedaba en lo de Sandra. Ni
sus abuelos, ni mi mamá, se llamaban para ver si eso era mentira. Por supuesto
que no lo podíamos hacer seguido, pero cuando sabíamos que al otro día iríamos
a la placita, ya empezábamos a disfrutar de antemano.
Lo que más nos
gustaba eran las hamacas, volábamos alto y sentíamos que el viento nos golpeaba
la cara con fuerza. Nos comprábamos algo para comer en un kiosko a 7 cuadras de
la plaza. No fuera cosa que el kiosquero, del kiosko que estaba justo enfrente
del colegio, nos empezara a hacer preguntas y nos descubriera.
Con Sandra
hablábamos de todo, a veces fantaseábamos con quien se casaría primero y
cuántos hijos tendríamos y quién sabe, a lo mejor no nos íbamos del barrio y
podíamos seguir disfrutando de “nuestro lugar”.
-¿Vos nunca
fumaste?- me dijo una tarde Sandra, al tiempo que sacaba del bolsillo del
guardapolvo un paquete de Marlboro. Ella sabía la respuesta, pero tenía esas
cosas. Le gustaba ir siempre contra la corriente y un paso más adelante que
todas, en este caso, que yo.
Sandra tenía la risa contagiosa y era generosa como
pocas. No tenía problema en prestar lápices, hojas, figuritas, caramelos y todo
aquello por lo que las bobas de nuestra misma edad, solían pelearse. Ëramos
distintas, nuestra amistad no se podría explicar así nomás.
A Sandra le
molestaba que le preguntaran por sus papás, aunque nadie parecía notarlo, yo me
daba cuenta. Cuando los chicos insistían en y por qué esto y desde cuándo lo
otro, a Sandra se le borraba la sonrisa de un plumazo y se volvía tan cerrada
como la caparazón de las tortugas. Hasta las monjas hacían lo mismo, murmuraban
cosas cuando ella pasaba y nosotras nos mirábamos y con eso bastaba.
Yo le
contaba todo lo que pasaba en casa…ella me miraba como si tuviera 25 años y me
decía que no tenga miedo, que todo iba a salir bien. Yo no le entendía ni jota
y quería que me dijera algo más. Que para eso éramos tan amigas. Pero no, ella
prefería hablar de otra cosa. De los chicos de 7mo, de cuándo sería nuestro
próximo encuentro y a veces, nos poníamos a criticar a las monjas que más odiábamos,
la hermana Dora, en primer lugar. Nos parecía que para vivir toda la vida con
esa ropa, el pelo tapado y en un lugar lleno de mujeres, había que estar loca,
loquísima.
Un día de
diciembre, Sandra estuvo callada toda la mañana, en el recreo le pregunté que
le pasaba. Me miró y me dijo seria: Nos mudamos el mes que viene. Me quedé sin
saber que decirle. Y el primer pensamiento que tuve, fue:¿Y ahora yo que voy a
hacer?
Los días siguientes
fueron de preparativos, de armar cajas, de tirar cuadernos, regalar ropa,
embalar cosas de cerámica. Yo decidí ayudarla en todo y hacer como ella, que
disfrutaba cada momento, cada risa, cada
escapada a la plaza sin pensar en nada.
Pero los
días se van rápido cuando uno la pasa bien y llegó lo que más tarde sería
nuestra despedida, en la placita. Tratamos de hacer como si fuera un día más,
pero teníamos una sensación extraña. No queríamos estar tristes, pero sabíamos
que las cosas cambiarían, imaginábamos que bastante.
Ese día,
fuimos a la plaza y nos pusimos a buscarle forma a las nubes y nos reímos de lo
que veíamos y de la suerte que habíamos tenido en que nunca, nadie, en este
tiempo, nos había descubierto.
Cuando la
tarde iba terminando, sabíamos que era el momento de volver. Del bolsillo del
guardapolvo, Sandra sacó una cartita doblada y me la dio. Yo la leí con los ojos
más enormes que nunca. Sandra fue clara. Y fiel a su personalidad, no usó la
palabra despedida. Pero ahí estaba todo: lo que le preguntaban y ella
nunca quería contar. Sentí lo mismo que se siente cuando te toca un boleto
capicúa, que había sido elegida,
que me
tocaba a mí ser la guardiana de su historia. Nos abrazamos fuerte e hicimos el
camino de vuelta un poco pensativas, pero más unidas que nunca.
Supe en ese
instante, que no importaba cómo, ni cuándo, nos volveríamos a ver.